La imagen se desenfocaba mientras el camarógrafo corría para fijar en su
foco un bulto que caía desde un vehículo policial. Lo que caía era un joven
torturado. Confundido relataba la violencia que había sido impresa en su
cuerpo, golpes de manos y armas, amenazas y el trauma de la experiencia
rebotando en un eco terrible que retrotraía el tiempo al pasado Se escuchaba en
la pronunciación del joven torturado mientras era socorrido por manifestantes: esto
lo había leído, lo que había leído y escuchado sobre la dictadura. La
escena fue grabada entre las muchas prácticas represivas de los agentes del
Estado, registradas por manifestantes y medios de comunicación que participaban
de las jornadas de protesta del último trimestre del año 2019. Se trata de
imágenes zigzagueantes, sin aplomo, tomadas resistiendo lacrimógenas, disparos
de balines, pillajes de piquetes de fuerzas especiales y aguas tóxicas dejando
espuma sobre las superficies que impactaban. Son imágenes improvisadas,
rápidas, para denunciar, para registrar el nombre y el número de identificación
del reprimido, para circular por las redes sociales virtuales buscando llegar
al mayor número de audiencia, extendiendo testigos de la violencia policial
para contener y reprimir las multitudes que se levantaron en protesta desde el
18 de octubre del año 2019.
En las palabras y el cuerpo del torturado está contenida la trayectoria del
tiempo en un instante. Son extremos que coinciden, son limites en un relato que
se pliegan impactando uno en el otro. Es la experiencia del pasado que se ha
desplegado entre los ecos persistentes que rodean y les dan forma a las ruinas,
a las municiones estalladas sobre cuerpos y edificios propagándose la voz de la
autoridad bestial, de gorilas con corbata y uniforme, los de ayer y de hoy en
una secuencia heredada, una huella transgeneracional en el orden social de un
país reconquistado. El lastre patronal que campeo por siglos, que vio el
ascenso de la organización popular durante el siglo XX volvió con la fuerza de
la reacción que propaga su barbarie en un eco persistente, más aún cuando se
exponen las contradicciones en una sociedad al calor del fuego de barricadas
que florecen en las distintas ciudades desde el 18 de octubre del año 2019 y
que hasta hoy día, con pretexto de la pandemia y la retórica del orden público
pululan militares y policías exponiendo sus armas, sus vehículos y la potestad
de la autoridad que restringe y autoriza la circulación en el espacio público.
La década de los noventa avanzó con el optimismo infantil de quién se
libera del control paternal, el dictador cedió espacio frente a un pueblo
desdibujado, separado y religado con la conducción de los partidos políticos
agrupados en una coalición que se desentendió de sectores políticos rebeldes,
asumiendo una madurez política que excluiría la ignorancia y prácticas
desactualizadas para avanzar en el noble empeño de ponernos de acuerdo, de
llegar a consensos para los acuerdos mínimos que permitirían sacar a Chile de
las tinieblas, del horror. Los acuerdos suponen contrapartes que establecen el
diálogo sobre una mesa donde no se sientan todos, es al mismo tiempo una
clausura que ensombrece otras voces que no se comportarían con la civilidad
exigida para desplegar los juicios razonables. Sobre la mesa quedó una urna, el
papel y el lápiz para la liturgia que marcaría el rito de paso, el sacramento que
permitiría la normalización de una democracia a la medida del diseño
institucional decantado en los largos años de la dictadura. Bajo la mesa
quedaron cicatrices, voluntades y cuerpos malogrados, mientras los torturadores
se paseaban alrededor de la mesa entre festejos por la labor cumplida.
La bestialidad vestía
traje y corbata, corrían los ochentas, una década inaugurada con la definición
de la norma y la institución que vino a cerrar el círculo de la barbarie
travestida en ley. Un manto perfectamente hilvanado se desplegó en todo el
territorio y en la extensión del Estado de Derecho. La lienza quedó anudada
esperando que el progresismo renovado atraviese el vacío de la circunferencia
que ensoga la historia y se precipita el término del siglo veinte. Las
esquirlas de los setenta y la belicosidad de la violencia primitiva fueron
encegueciendo los nudos y extremando la fricción de los extremos que asfixiaron
la vida. Así, avanzamos las décadas somnolientas que marcaron el presente, el
festejo de la democracia recuperada se sostiene sobre grietas y fracturas que
fueron poco a poco profundizándose. La violencia que cerró el ascenso del mundo
popular en sus ejercicios de soberanía terminó inscribiéndose como la condición
de posibilidad de los acuerdos que traficaron con la impunidad que sigue
galopante entre las instituciones y las leyes. El tiempo se ha prolongado, las
circunstancias vividas coexisten con el pasado doloroso y el presente se
extiende por decenas de años. El bulto que cae del vehículo policial es la
repetición del terrorismo de estado que se reproduce infatigablemente hasta
provocar el acostumbramiento, es el pasado otra vez, es un tiempo que no se ha
ido.